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La guarida del zorrito

Mi niñez (1)

Ser pobre, no es sinónimo de infelicidad, creo que la felicidad total no existe, la felicidad la concibo, en lo personal, como una cadena de momentos felices, gratos, satisfactorios, plenos de realización, que hacen de la vida algo invaluable o algo digno de vivirse a plenitud.

Con esa filosofía en mente y heredada de mi madre, transcurrió mi vida infantil, llena de momentos dulces y emotivos que hicieron que mi cadena de felicidad fuera grandiosa y digna de ser contada, también hubo momentos tristes, presionantes, pero que no mermaron la trascendencia de mi propio concepto de felicidad.

En mi mente no existen recuerdos muy claros antes de los siete años, más allá es penumbra y solo pequeños destellos de momentos vividos al lado de una numerosa familia, de padres firmes y trabajadores, que odiaban la mentira y la medrosidad, con una acendrada creencia en la fe católica, y valores familiares muy sui generis mismos que heredé y conservo como parte íntima de mi ser.

Quinto de los nueve hermanos vivos, y en el centro de los varones, no sufrí el síndrome del hermano de en medio, me crié en una familia donde los grandes cuidaban de los pequeños en una sucesión de responsabilidades que actualmente no se vive, un valor familiar y humano perdido en gran parte a causa del modernismo que no se alimenta principalmente de valores familiares.

Puedo decir que fui retraído, introvertido con difícil posibilidad de hacer muchos amigos y generalmente me conducía mejor con personas adultas de las que aprendí mucho, muchísimo, pero de cualquier forma, los pocos amigos que tuve fueron en verdad grandes amigos, grandísimos amigos de mi edad, de los que entre algunos aún perdura la amistad hoy en día.

Voy a iniciar contando las peripecias de mis grandes amigos de la niñez (solo cuatro), pues de mi familia ya hablé y esto es cosa personal.

El Güero.

Así le decíamos a Gabriel Reynaga Mendoza, era una especie de hermano postizo, que llegó a casa a causa de la enfermedad de su madre, se llamaba Constanza, la señora, y creo su enfermedad era la Tuberculosis, enfermedad que la tenía postrada en cama en una casa cercana a la nuestra, y mi Santa Madre, dulce y generosa como pocas, le dio entrada a casa y se encargaba de alimentar tanto al Güero como a Doña Constanza, gracias al poco dinero que el esposo de ésta le daba eventualmente para la subsistencia de ambos, pues él vivía con otra señora en un poblado llamado Madrid, en el estado de Colima.

Cuando llegó a casa, tenía creo yo, unos ocho años, rubio hasta la palidez, delgado, con una sonrisa a flor de labios y su carita triste, demasiado triste diría yo, pero que cambió con el tiempo, pues una vez muerta su madre, permaneció en casa hasta los doce años, y de nuevo mi madre le dio el amor no obtenido de la suya ni de su padre. A mi madre la siguió frecuentando especialmente en los días festivos relevantes y ella lo recibía siempre con el amor de madre que la caracterizó siempre.

Las correrías que vivimos juntos fueron múltiples y variadas, desde las pintas escolares para fugarnos a las huertas de mangos en los meses de abril y mayo donde por un veinte, entrábamos a comer mangos hasta el hartazgo, no nos importaba, que después de esas comilonas nos llegara “el torzón” que generalmente nos era combatido con una buena purga o una lavativa de “hojas de amor” o planta de la “sinvergüenza”, pues antes se curaba todo con purgas o lavativas y en casos extremos con un sobre de “Calmolina” comprado en la Farmacia de “El Pollo” (Que aún existe) o en la famosa “Farmacia de la Sangre de Cristo” propiedad del señor Juan Cárdenas.

Otra de las travesuras, era escaparse al “Arroyo del Manrique” a pescar “doradillas” y “chopas”, o a cazar lagartijas, iguanas, ranas y todo tipo de bichos que se pudieran cazar a mano o con resortera en las orillas de ese riachuelo, donde en tiempos de “aguas”, se formaban estanques donde gozábamos nadando y refrescándonos del calor provocado por el sol ardiente de las épocas de lluvias, ahora tristemente, el Arroyo del Manrique es solo un escurridero de aguas negras pestilentes y putrefactas ante el conocimiento y consentimiento de las autoridades que poco hacen para preservas estos pulmones citadinos que en mucho disminuirían los problemas ecológicos y climáticos de Colima..

Nuestra vida en común, no solo fue fiesta, mamá no lo hubiera permitido jamás, también había responsabilidades, mismas que describo: Tener leña seca suficiente para que mamá pudiera cocer los alimentos sin recurrir al petróleo, ¿gas?, ni pensarlo, ¡para qué! Si existía combustible barato y a la mano; además, las labores escolares a las que por lo menos debíamos dedicar una hora al día y ayudar en el aseo de la casa, que era de esas casonas con corral y trascorral donde descansaban los burros, caballos y había un sinnúmero de árboles frutales como limoneros, guanábanos, guayabos, zapote prieto y papayas criollas, las que comíamos verdes o “pintitas” con sal, limón y chile, lamiendo el juguito del brazo con todo y mugrita, lo que nos hacía inmunes a todo tipo de “chorrillos”, pues es sabido que: “de limpios y tragones, están llenos los panteones”.

Este gran amigo, fue inseparable hasta los doce años, pues una vez concluida la instrucción primaria, Félix, que así se llamaba su papá, lo reclamó para llevarlo a trabajar al campo, a la usanza de antes, el papá decía “ya está güevudito, que trabaje el cabrón” y se fue, a sembrar arroz y maíz, allá se hizo hombre sin olvidar que en Colima tenía el amor de madre y hermanos, aún cuando fueran “postizos”.

Siguió visitando nuestro hogar que consideraba propio hasta los 18 años, espaciándose cada vez más sus visitas, pues el trabajo era duro y las comunicaciones malas, allá en Madrid, Colima,. creció mi amigo Gabriel, se hizo joven, finalmente a escasos 20 años y ya hecho hombre, perdió la vida en una riña por una mujer en el poblado de Rincón de López, fue en un baile, casi, casi como la leyenda hecha corrido de “Rosita Alvírez”. De él solo recuerdo además de lo descrito, su sonrisa franca y agradecida y su canción favorita que desafinados cantábamos juntos:

Mi gusto es. Y quien me lo quitará
Solamente Dios del Cielo me lo quita, mi gusto es.
Aunque me den de balazos,
Tope en eso, tope en eso que al cabo mi gusto es.....

Pero chaparrita, yo te he de seguir amando, mi gusto es.
Pero jovencita, yo te he de seguir los pasos, a donde estés,
Aunque me den balazos...
Tope en eso... Tope en eso, que al cabo mi gusto es.

Mi madre sintió su homicidio como si hubiera sido el de un hijo verdadero y hasta su muerte, nunca le faltó la oración o su candela el día de los Fieles Difuntos, y todos nosotros, en familia, recordaremos siempre a ese joven que fue desgraciado con los suyos, pero que encontró el amor en una familia como la nuestra y cuyo recuerdo perdura hasta hoy en nuestros días.


El “Pillo”

Hijo de doña Sara y don Porfirio, de quien heredó el nombre. Siendo este de oficio panadero, en su casa abundaba el pan, mismo que compartían con toda la chiquillada del barrio, así que éramos asiduos visitantes de esa casa pues la verdad a toda la familia de don Porfirio, ya no les entraba el pan ni a mentadas, pero el pobre hombre, desvelado y todo, siempre cargaba su “ración” para la familia, que prefería las tortillas hechas “a mano” por la esposa que le daba duro al metate para llenar tantas barrigas como hijos tenía.

Entrar a la casa del Pillo (diminutivo de Porfirio) era oler el pan recién hecho, y la alegre convivencia de una familia unida y generosa, a más no poder. Pero no todo era miel sobre hojuelas, porque también había algo de agresividad natural en Pillo, que lo hacía rijoso y ofensivo, especialmente con personas de su edad o más pequeñas.

Nuestra relación amistosa, iba desde el trabajo y obligación cotidiana como los famosos tercios de leña, el quelite para los cerdos y gallinas del corral, hasta las “pintas” al “Río del Salado” distante a unos diez kilómetros de Colima donde se hacías magníficas pozas o “tanques” naturales y se podía uno bañar, a gusto y en cueros, echarse clavados desde lo alto de unas rocas o un “Capire” de donde tomó el nombre, el tanque más famoso del Río Salado y donde pasamos incontables momentos de alegría, solaz y esparcimiento, que hilvanados con los pasados en familia o con otros amigos, hicieron de mi vida, una vida sin problemas.

Pues el Pillo, era bueno para los clavados, el nado de mariposa y las carreras, apostábamos generalmente, a ver quien se desnudaba y llegaba primero a lo alto del capire, desde donde se aventaba como avioncito y juntando sus manos poco antes de tocar el agua, marometa que era aplaudida por todos, especialmente porque siempre llegaba primero, pues nunca usaba calzoncillo bajo el pantalón y se entretenía menos al desnudarse, ya que la mayoría usaba calzoncillo de manta con cintas y ¡vaya problema!, especialmente cuando se hacía un nudo ciego con las cintas al desbaratarse la rosita de las mismas.

Las idas al Río Salado, eran generalmente a pié, en bicicleta, o en raid que nos daban los pocos agricultores que poseían camionetas pick up o de redilas que acudían a sus predios y de paso nos “tiraban” en nuestro lugar favorito, el regreso era de igual forma y no nos importaban las “pelas” de nuestros padres, pues al irnos sin permiso eran seguras al regreso.
De este amigo, recuerdo su “encaje” conmigo, nunca supe la razón por la que yo era agredido física o verbalmente por él, quizá fue por la facilidad de aprendizaje que siempre tuve frente a él en cuestiones escolares o en el catecismo en el templo de la Merced, al que pertenecíamos y donde estudiamos juntos para prepararnos a hacer la “Primera comunión”. El caso es, que en su familia, eran sobreprotegidos por una mamá amorosa pero consentidora en grado sumo.

En cierta ocasión, en que se construía el puente sobre el Arroyo del Manrique, por la calle Hidalgo que era nuestra calle y nuestro barrio, ya se había colocado la plataforma de concreto aún sin barandal, sobre una serie de arcos bajo los cuales corría el caudal del arroyuelo, nos encontramos, y justo al pasar junto a él, me empujó como si me fuera a tirar al arroyo, yo me asusté muchísimo, pues aunque no había altura como para morir de la caída, por cierto de una quebradura de hueso o cabeza no me hubiera escapado.

Bien, pues reaccioné justo antes de caer y le dijo; -¿Qué te traes cabrón?. Rijoso como siempre, me dice: ---¡Lo que quieras guey!.

¿De donde me salió el coraje para enfrentar a un gorila 20 centímetros más alto que yo y mejor alimentado?. No se, pero me prendí y dándole un patadón en los puros huérfanitos, cayo doblado del dolor y me fui sobre él que ya poco pudo hacer para defenderse y llorando fue corriendo con el “chisme” a doña Sara.

Yo me quedé justo junto al puente en construcción aplaudido por los albañiles y peones que trabajaban a esas horas. Uta, me sentí grandioso, pero poco duró el gusto, pues vi venir a doña Sara, directo a mi casa, donde fue recibida por mi madre que la escuchó atentamente y muy solemne (política diría yo), le respondió a doña Sara, mientras yo entraba a casa como perro apaleado a meterme al último rincón.

-Mira Sara. Yo he visto infinidad de veces, como tu hijo agrede de muchas formas al mío y nunca he ido a decirte nada... ¿o, si?. –No, contestó ella. -¿Y sabes, porqué no? Dijo mamá. –No, respondió ella. –Pues bien, dijo mamá. –No lo hago, porque los niños, son niños. A veces están enojados entre ellos y las más están contentos. ¿Tiene caso que nos peleemos entre nosotras por cosas de chiquillos?.

Nuevamente la increpó. –Mira, el enojo o el pleito entre mayores, perdura, generalmente para toda la vida, mientras que a ellos, los verás siempre juntos. Así que ellos felices y nosotras enojadas, ¿cómo ves?. -No pues sí, contesta ella. Agregó mamá, -Te propongo una cosa: Cada una de nosotras le pone su chinga a nuestros hijos, pa que aprendan a respetarse, y verás mañana como todo vuelve a la normalidad.

Así quedaron las vecinas y yo por mi parte, que escuché la conversación, ya sentía el cuero crudío en mis escasas nalgas, esperando los "cuerazos" de mamá. Pero no, ella me abrazó, y me dijo... Mijo, no le recomiendo que no ande de peleonero, porque otra no se la perdono, aunque pensándolo bien, el Pillo ese, ya se merecía una tunda, pero, no lo vuelva a hacer, ¿si mijo?. Ante mis ojos, mi madre creció como el monumento más alto de Colima, que era el Rey Colimán, recién estrenado en ese entonces. Y tal como lo dijo mi madre, al día siguiente que era sábado, día de paseo, ya íbamos caminando rumbo al Salado, en bola, sin el menor recuerdo de mi patadita en sus huérfanitos, ahora pienso, que doña Sara, tampoco se chingó a su hijo, pues era consentidora pero no taruga.

El Homobono.

Era el nombre de un gran amigo, llegado creo, de Cihuatlán, Jalisco, a mi barrio. Fuimos juntos a la misma escuela, del primero al tercer año, teníamos entre 9 y 10 años de edad, casi siempre llegaba a su casa por él para irnos juntos a clases, pues nuestra escuela distaba unos 2,000 metros de nuestro barrio y nos daba tiempo para platicar nuestras cosas y enderezar entuertos.

Él era bajito, de piel blanca casi escuálida, delgado, con el pelo “grifo” y rebelde, que solo se aplacaba después de exprimir sobre de el, el jugo de dos limones; tímido a más no poder y con unos ojos, que de verlos casi se suelta el llanto, grandes y tristes, con la tristeza de un niño huérfano.

Vivía con una tía, señora que trabajaba en una oficina, limpia, y con una pulcritud en su persona y en su casa, que daba miedo pisar por temor a un resbalón. ¿Por qué recuerdo a éste amigo de la infancia?, en realidad por nada en especial de él, pero por lo sucedido en casa de su tía que fue algo que me impactó y que me sigue impactando aún.

Sucede, que en uno de esos días, que lo esperaba a que terminara de comer para irnos a la escuela, en la sala de su casa, estaba una señora anciana que espera, creo yo, a su tía. Me senté junto a ella en un sofá y empezamos a platicar de cosas intrascendentes, hasta que me preguntó que qué me gustaría ser de grande.

Por esas fechas, alentado o inducido por mi abuela paterna, muy dada a las cosas religiosas, se me había metido en la cabeza “ser cura”. Sí, en Colima, allá por los años cincuenta, había un Obispo Dn. Ignacio de Alba y Hernández, cuyo objetivo era meter obreros a la mies, es decir, meter al seminario la mayor cantidad de niños en cumpliendo los doce años, edad en que se terminaba la instrucción primaria.

Muchos adolescentes deslumbrados por los fascinantes rituales católicos, fueron ingresados al seminario (obsesión del obispo) sin el cuidado de descubrir su verdadera vocación, cosa que trajo a la postre graves consecuencias para la Iglesia, pues muchos de los curas sin vocación, ya ordenados y en activo, colgaron la sotana para convertirse en padres de familia o amargados solterones que van por la vida, los más, con muchos temores y resabios. Bueno, pero eso no es lo que cuenta en este caso, sino mis ideas infantiles sobre tal situación, ya me veía yo, en un púlpito o con un micrófono en la mano arengando sobre el pecado y la salvación eterna.

Esta señora, no recuerdo su nombre, me dijo: -Oye. ¿Quieres saber de veras lo que vas a ser de grande?. Espantado le pregunté: -¿Es usted bruja?. –No, ¡qué va! Dijo riéndose con una risita que me hizo entrar en confianza, y le dije: -¿Y, cómo será eso?. –Bueno, contestó ella: -Haber. Préstame tu mano derecha y dime tu fecha de nacimiento, lo cual hice de inmediato. Temblando casi, le pasé mi mano derecha que observó cuidadosamente abriéndola con fuerza, pues mis nervios hacían que la empuñara con fuerza.

-Mmmmmm dijo. Hay cosas grandes en esta manita, haber, haber.... Mira tu línea de vida marca que vas a durar muchos años, ¡bueno muchos más que otros!, aclaró, tampoco vas a ser eterno. ¿Qué se ve por acá? Dijo... -Vas a ser licenciado. Yo brinqué y le dije con la inocencia de mis nueve o diez años... ¡No!, yo seré cura. –Já, rió ella, qué más quisiera yo que fueras un soldado de Cristo, pero no tú vas a ser licenciado. Yo me dije para mis adentros –Pinche vieja loca.... (Ya me daba por leperear ), y ella a su vez dijo... –Sé lo que estás pensando, pero te repito que quisiera equivocarme, pero aquí está marcado claramente tu destino.

Luego ya entrada, me dice: -Te vas a casar joven y tendrás cuatro hijos, veo que vivirás en una casa bonita con auto y todo eso que hoy no tienes, (¿se imaginan? en la pobreza extrema en que vivía yo en ese entonces ya hubiera querido para zapatos o una bicicleta). ¡Bueno!... Está mejor lo de la casa y el auto, -me dije de nuevo.

¡Ah! Otra cosa, dijo: -Veo que serás una persona que le gustará ayudar, serás líder pero no hacia fuera, sino solo como alguien que va por la vida con rumbo y plan, mucha gente mayor que tú, simpatizará contigo, y veo mucha fortaleza y lealtad en tu vida. Finalmente, porque ya Homobono nos apuraba, me dijo que siempre recordara lo que me había dicho, y que si las cosas salían así, le rezara un Padre Nuestro pues con seguridad ella ya habría muerto.

Muy callado, cosa que asombró a mi amigo que siempre me decía que parecía perico de tanto que hablaba, camine junto a él hasta la escuela, mi gloriosa escuela “Benito Juárez”, allá por los terrenos del Parque Hidalgo, de la cual en su momento escribiré mis recuerdos de pupilo.

Homobono, desapareció de mi vida, pues regresó a su natal Cihuatlán y lo encontré muy posteriormente ya casado y con hijos, él fue quien me reconoció, pues yo no hubiera podido hacerlo, media casi dos metros, era un hombre fortachón, blanco, con grandes entradas en el pelo y sus ojos tristes, con la tristeza de un niño huérfano, algo platicamos y nos despedimos, de esto hace como veinte años, jamás lo he vuelto a ver.

Finalmente, creo que se han cumplido todas las predicciones de la doña, pues me casé joven, tengo casa propia y auto, esposa, hijos y nietos, estudié una licenciatura en contaduría pública y me gusta ayudar mucho a las personas, pero no la ayuda económica que se cree, sino la ayuda verbal que muchos necesitan, soy orientador escolar y me fascina dar clases, mis mejores amigos ya de joven y adulto, fueron personas grandes con las que me ha unido una gran y sincera amistad, me resta la vida larga, aunque hoy ya tengo casi sesenta y eso ya es una larga vida, ¿no lo creen así?.

El “Chaparro”

Su nombre era Cuitláhuac. Tercer hijo de un profesor de primaria que tuvo a bien bautizarlos con el nombre de puros emperadores aztecas: Netzhualcoyotl, Cuauhtémoc, Huitzilihuitl, Cuitláhuac y Xochitl la única mujer que en realidad parecía una princesa azteca, todos con las mismas facciones y altos entre 180 y 1.90 metros, bueno, menos mi amigo el chaparro, que le decían así porque medía tan solo 1.75, es decir, era el más chaparro de los hermanos, delgado, moreno, nariz respingona y listo para los catorrazos y para el trabajo pues desde pequeño se desenvolvió en la venta de billetes de lotería, actividad que aún desempeña con la alegría de quien sabe que vende un sueño, algunas veces, las más, irrealizable, pero al fin el sueño de muchos mexicanos: Sacarse la lotería para salir de la jodidez en que vivimos.

El Chaparro vivía a la vuelta de la esquina de mi casa, nos criamos en la bola como bien decía él mismo, aunque nuestra amistad inició cuando yo cursaba el cuarto año de primaria. Él era dos años mayor que yo, pero él había perdido en sus andanzas dos años seguidos y por esa razón lo alcancé en el cuarto grado.

Como ya dije antes, para ese tiempo, yo era demasiado introvertido, con una timidez fuera de lo común, al haber sufrido un accidente que no permitía mi desarrollo pleno ni físico ni mental, era yo objeto de abuso y burlas de mis compañeros y varios “amigos” por tener una voz aflautada que causaba la risa de mi grupo. Él, era todo lo contrario de mí, extrovertido, bien desarrollado, valemadrista, camorrista pero con una lealtad hacia mí y a sus amigos a toda prueba.

Siempre salía en mi defensa, nunca jamás me humilló ni fui objeto de sus burlas o chascarrillos, muy al contrario siempre estaba al pendiente de los abusadores a quienes decía: -¿Que pasó, cabrón?. Lo que quieras con él, conmigo. Cosa que en su ausencia, aumentaba las burlas hacia mi persona, pues más de alguno me llegó a decir con sarcasmo: -¿Dónde dejaste a tu pilmamo?. Más de cinco ocasiones, llegó a liarse a golpes con algún compañero por lo que yo consideraba mi culpa, pero él, hábil en los golpes, jamás salió perdiendo en ninguna pelea.

Cierta ocasión, a la hora del recreo, un compañero que vivía por nuestro rumbo me golpeó a la mala, cosa que él vio de lejos y solo me miró fijamente como diciéndome que yo debería defenderme solo. Ya en el salón, después del receso, empezó a darme un sermón que hasta la fecha aún recuerdo como si fuera hoy y me dijo:

-Mario, tú sabes que te quiero mucho como amigo, pero no siempre voy a estar cerca para echarme un pleito por ti, tienes que aprender a defenderte solito, pues cuando tú respondes a una agresión, el que te agrede: o se detiene o te golpea, en el peor de los casos, pero difícilmente morirás por ello. Hoy te vas a dar unos putazos con ese buey, yo estaré a tu lado pero no meteré para nada las manos, si te madrean, lo único que haré, será llevarte “a manchis” a tu casa a que tu madre te ponga otra chinga, pues ya la conoces. Así que no me falles.

Bueno, la sangre se me fue a los pies, entré en pánico, me dolió el estómago, tenía ganas de morir, sudaba frío y bueno no sé que desajustes psíquicos llegaron a mi cuerpo y a mi mente, que obnubilaban mi mente, pero poco a poco fue llegando una resignación difícil de describir, es más casi, casi, la paz.

A la salida de clases, regresamos por la hoy Avenida 20 de Noviembre, a la altura del Arroyo del Manrique, donde había una pequeña explanada, que hoy es una colonia habitacional, llena de árboles frutales como: mangos, huamúchiles, palmas de coyul, higueras, guanábanos, entre otros, íbamos en bolitas, pero ya cerca de la explanada, el Chaparro, me dio un empujón para que golpeara al compañero agresor, lo que causó la furia de éste y volviéndose hacia mi, me dice: -¿Qué traes, pendejo? –Lo que quieras, respondo yo, como el gallo flaco en el palenque que parece que sabe (si es que sabe) que tiene que pelear para no dejar en mal a su dueño, eso, aunque lleve las de perder.

Total, que me acordé del consejo del chaparro (el que pone el primer chingadazo, pone el último y gana la pelea), nada, pues que me dejo ir sobre él y el primer chingadazo fue el mío y fue sobre su ojo derecho, luego caímos enlazados golpeándonos fuerte donde caía el puño.

Resultó tal como lo predijo el Chaparro, el que da el primer golpe, da el último y gana la pelea. Salvador, que era el nombre de mi compañero buscabullas, jamás volvió a molestarme y a la postre se convirtió en mi amigo, pero de él no hablo más.

Corrieron los años y egresamos de la Escuela Benito Juárez, mi amigo se dedicó desde entonces a seguir vendiendo billetes de lotería y cuando se enfadaba de tal actividad, se acercaba a mi padre y hermanos para pedir “chamba” en la obra, actividad familiar de nosotros, seguimos siendo verdaderos y enormes amigos, combinando los descansos y paseos al Río Salado, con el trabajo y por mi parte con el estudio, pues me inscribieron en el Colegio “Manuel C. Silva”, aconsejado por el Padre Emilio Santana González, cura de mi querido templo de La Merced, en ese entonces, con el fin de que me orientara hacia el sacerdocio, cosa que al poco tiempo descubrí, no era mi vocación, por más que mi abuelita Paulita, el cura y mi madre (no mucho), se decepcionaran. Colgué los hábitos antes de medírmelos.

A los 13 años cumplidos, hubo un problema de salud muy fuerte en uno de mis hermanos y mi padre, ni tardo ni perezoso, como antes se acostumbraba, me llevó a con él a aprender el oficio de albañil, oficio que a los 16 años realizaba correctamente para orgullo de él y de mi madre, pues en casa, el que sabía trabajar llevaba ingresos para sacar adelante la familia y era un problema menos: -No me das, no me quites, decía mamá con su acostumbrada lógica.

Ahí andaba el Chaparro mi gran amigo, los sábados por la noche era obligado ir de pesca al río Salado, que abundaba en especies comestibles: guabinas, chopas (especie de mojarras de agua dulce, lisas, chacalaes (hoy llamados langostinos), burritas, bagres y un pescado exquisito hoy extinto llamado chigüilín, exquisito y de carne blanquísima como si fuera un robalo o algo así.

A los 16 años, yo me fui a trabajar a un pueblo cercano llamado Ixtlahuacán, y nos separamos temporalmente, pues cada cual tenía ya su propio camino juvenil, él ya tenía novia y me juró (cosa que cumplió), que sería padrino del primero de sus hijos, desde entonces, nos decimos compadres... ¡Mucho por mi compadre, amigo y hermano El Chaparro! Que me enseñó a defenderme y a aprender que de vez en cuando, hay que someter al orden a quines se alejan de el aunque sea a chingadazos.

Ya nacidos sus hijos, emigró a los Estados Unidos, donde vivió alrededor de veinte años, sufrió mucho por allá, pues no siempre se cuenta con familia y amistades que hagan el paro para acomodarse, y regresó, como textualmente él me dice “en pelotas”, pues me confirmó lo que siempre he sabido: “Como México, no hay dos”.

Desafortunadamente, perdió a su esposa a causa de un mal no cuidado (diabetes mellitus), parece que ella, no era muy dada a observar las indicaciones médicas y poco a poco fue disminuyendo su salud hasta su muerte. Ahora, vive vendiendo billetes de lotería aunque ya poco, pues en cierta ocasión, se quedó con unos cachitos y le pegó al gordo, ganó unos milloncitos y vive en la tranquilidad y la paz que pocos logran, pues ha vivido a su gusto y a su manera y es bien sabido que “lleva una vida feliz y sana, quien hace lo que le da su rechingada gana”.


Ramona.

Fue mi primer amiga. Contaba con siete años cuando llegó al barrio del “Manrique”, mi barrio. En la esquina noreste de las calles de Hidalgo y Lerdo de tejada, había una vieja casona de adobe y teja, con altos techos y portones de madera pesada propiedad de los hermanos Antonio y Adela Rodríguez, solterones que venían de alguna parte del vecino estado de Jalisco de origen campesino y agradable trato.

Él, era un señor moreno, bajito, seco de cara y carácter sin ser antipático, cuyo pasatiempo favorito, era sentarse los sábados por la tarde y domingos por la mañana en la esquina de su casa con otros señores de su edad (cincuenta años calculo), de los que recuerdo: “Los Gallos”: Teófilo y Evaristo hermanos ambos, Juan López, mi tío, Don Manuel García y otros que escapan a mi memoria. Su gusto era deleitarse viendo pasar a las muchachas que caminaban rumbo a la iglesia, al mercado, al jardín o a las tiendas aledañas, ya que su casa dista solo unas cuadras del centro de la ciudad. Ambos tenían siempre a la mano un jarro de café con alcohol que era rellenado de vez en vez por la señorita Adela, su hermana.

Ella, bajita también, trabajó por muchos años como profesora federal en la escuela Tipo República Argentina, era de caminar presuroso y lo que más nos llamaba la atención en ella era su peinado: su pelo chino entrecano, era recogido hacia atrás para dejar a la vista su rostro limpio de facciones indígenas, ojos pequeños pero con un brillo especial, labios gruesos y una sonrisa a flor de piel con unos dientes blanquísimos; su peinado terminaba en dos alcatraces con las puntas hacia abajo, sin adornos pero firmes como si nunca durmiera sobre ellos, era algo espectacular como nunca he visto.

En su casa, había por lo menos una docena de perros: el Hitler, el Musolini, el fierabrás, el oso, el güevón, y tantos que ni recuerdo, ¡ah! Y la perra proveedora de los dichos animales que era nada menos que la Ninoska. Era cómico estar ahí cuando la señorita Adela alimentaba a la jauría, se oían gritos de don Toño como: ¡Hítler, no le muerdas los guevos a Musolini!... ¡Fierabrás, si no te tragas la comida te la meto por el culo!. ¡No muerdas a la Ninoska, fierabrás” y otros más floridos, mientras que Adelita mascullaba mortificada ... –Ay Toño, no les hables así, pobres animalitos... ¡Trátalos con cariño!.

Con tanto perro, era lógico ver garrapatas por doquier si tomamos en cuenta que eran los años cincuentas cuando no había forma de combatir tanta alimaña como. Piojos, pulgas, garrapatas, chinches, ratas; entre otras criaturas de la época, estas últimas, debido a que en esa casa no había gatos, pues es conocido que los perros y los gatos no se llevan, así que unos u otros,se veían caminar sobre las paredes como si fueran hilos de esquilines u hormigas, la recomendación de mi madre era: no se metan a la casa de la señorita Adela, porque se van a llenar de pulgas. Pero la señorita Adela y sus “tacos paseados” que eran simples tortillas con frijoles refritos con manteca llevados y traídos al campo y dorados en las brazas (entonces no había gas) y que nos ofrecía con mucha delicadeza y gusto, causaban tal fascinación en nosotros que no nos importaba tener que bañarnos con agua de “canagual” para sacarnos a tan indeseables huéspedes.


A esa casa y venida de no se donde, llegó Ramona, ahora calculo que tendría entre diez y doce años, debe haber sido familiar de los hermanos Rodríguez, pues se les parecía en las facciones y el carácter pero, a ello debo agregar una mirada melancólica a más no poder, triste siempre por la reciente pérdida de su madre; sus brazos delgadísimos estaban cubiertos de una especie de pelusilla, tenía su piel una palidez transparente pero esa dulce, dulcísima y triste mirada que me enternecía.

Mi relación de amistad con ella empezó debido a que en mis vacaciones escolares nos alquilábamos con Don Toño o con otros agricultores de la época, para ser “Almorcero” (Un niño o joven que llevaba el almuerzo a los trabajadores del campo hasta sus parcelas), al acompañar a la señorita Adela y ayudarle en sus quehaceres, Ramona era la encargada de entregarme el bastimento del día en costalillos de fibra de maguey con listas rojas, verdes y azules que les daban especial colorido, para que los llevara a don Toño y sus trabajadores.

Por las noches, iba a la esquina de mi casa y ella salía a platicar conmigo, ni yo tenía muchos amigos y ella mucho menos por su condición de niña y mujer. Así pues nos recostábamos sobre la banqueta de cemento aún caliente por el sol de la tarde y empezábamos a ver las estrellas, tratábamos de contarlas mentalmente mientras nos apropiábamos de las más hermosas. –Esa que brilla allá es mía, decía. -No, yo la vi primero respondía enojado, y al final reíamos como locos soñando, soñando, simplemente soñando. Ella me contaba de sus cosas y yo a ella de las mías, se llevó muchos secretos míos y yo me quedé con sus penas que también eran las mías.

Como a un año de conocerla, empezó enferma, cada día estaba más pálida y delicada, era como una flor de “tacote” hermosa pero frágil a punto de que si la tocas se adormece y se muere. Algunas veces ella me decía: -Mayo (me había puesto mi propio apodo), creo que me voy donde mamá, no se, siento algo como que ella me llama. Yo le decía lo oía en mi casa: “miéntale la madre”, dicen que los muertos se van si les mientas la madre y ya no regresan. -¿Y, para qué? respondía ella, -te voy a ganar el cielo y todas las estrellas, serán para mí. –Bueno, reconsideraba, te dejaré la que escogiste, la más bonita, pero ni creas que te daré otra, y reíamos con la inocencia de nuestra primera decena de años.

Un viernes como a las 8.00 de la noche al regresar de la escuela, mi madre, que sabía de la gran amistad entre nosotros me llamó a su cuarto y me dijo: -Hijo. Ramona murió hace rato, vamos a ir un ratito al velorio pero no quiero lloriqueos, los hombres no lloran, se aguantan

Fue todo. ¿Qué tiempo había para explicar las cosas muerte, y para qué? Simplemente murió y ya. Mientras mamá se arreglaba me fui al patio y mirando mi estrella lloré, lloré como nunca lo había hecho, pero no con un llanto fuerte ni angustiado, sino con un llanto suave, ese llanto que hace descansar a una alma dolorida. Vi mi estrella y la vi pequeña junto a todas las que le pertenecían a ella, mi pobre y querida amiga Ramona, se fueron con ella mis recuerdos, mis nostalgias de niño, mis sueños.

Llegamos a la esquina y pasé de largo, sin saludar a nadie, temeroso de que vieran mis ojos enardecidos por el llanto e incapaz de pronunciar una palabra debido al nudo en la garganta que se me había formado. La vi sobre una especie de camastro de tijera, aún sin caja, el cuerpecito frágil de Ramona yacía sin vida, pero mi sorpresa fue que en sus ojos cerrados y su rostro pálido ya no había tristeza, se fue con una sonrisa en los labios, vestida de “Purita” con su vestido de primera comunión: blanco, vaporoso y llena de flores toda ella, las había de todas las que en los patios de las casas florecían y que los buenos vecinos le habían llevado, su cuerpo era como el de una Virgen en función, llena de gracia y de flores. La casa olía a cera y ese horrendo olor a perro, a postas de perro, a orín de perro. Sí, mi amiga, mi hermana, se iba a descansar de este mundo que la llevó a un lugar donde no hubo juegos ni alegrías, ahora estoy seguro que estará al lado de su madre disfrutando de todo lo bueno que el buen Dios tiene reservado para las almas nobles. ¡Bendita sea mi amiga Ramona!.

3 comentarios

sanson -

muy bien profesor, con mucha atención y gusto por sus palabas escritas que tienen sabor dulce y agradable.
todo lo que escribe y cómo lo esribe es un gozo para mi.
Y como siemrpe esperaré su próximo capítulo, como antes eran las radionovelas.
reciba un fuerte abrazo

Mario Ramirez -

Hay tocayo, que placer leer y aprender de tus vivencias, prometo que haré un esfuerzo por ver la vida como lo haces tu, con alegría

JC Cortes -

Gracias por tu mensaje y por el elogio.
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